Las mentiras resultan a veces mucho más plausibles, mucho más atractivas a la razón que la realidad dado que el que miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír.

(Hannah Arendt,  La crisis de la república)

La naturaleza de la posverdad —o de lo que se entiende como tal— estriba en la relación existente entre la política y los medios de comunicación. Esta relación, como aseguran Edward Herman y Noam Chomsky (1988), podría entenderse como una simbiosis sostenida por necesidades económicas, en tanto en cuanto los medios necesitan generar nuevas noticias que proceden, en su mayoría, de fuentes gubernamentales (pp. 78-79). En este «modelo de propaganda» propuesto por ambos autores parecen esbozarse algunas ideas que configuran el armazón de la posverdad, sobre todo si se tiene en cuenta la siguiente definición de dicho concepto:

La indiferencia por los hechos, lo que llamamos con el nombre de posverdad, no es una actitud intelectual más o menos escéptica y displicente, sino una forma sistémica y manufacturada de la circulación de la información en los medios de comunicación, la política, las instituciones del estado e incluso los mercados y empresas en las nuevas formas de capitalismo financiarizado. Circula la información que produce efectos emocionales, no la que genera juicios acertados y convicciones verdaderas (Broncano, 2018). 

Resultaría atrevido señalar que tal concepto pueda ser heredero de la propaganda; no obstante, ya hay autores que mencionan la existencia de un vínculo entre propaganda y posverdad. Josep Ramoneda asegura que «el poder de la viralización de los mensajes […] y la dificultad de generar mecanismos fiables para reconstruir la verdad de los hechos están en el origen del palabro de moda. Gana el que más propaga. Posverdad es una variante de propaganda» (2017). Asumir como válida la asociación entre ambos términos implicaría reducir la posverdad a su forma de operar, a la vez que se obvia su contenido epistémico. De este modo, el eje central serían las nuevas tecnologías y la forma en que la información se propaga y se difunde a través de estas. En este caso, como se ha señalado en la definición anterior, buena parte de la información que manejamos incide más en el carácter emocional que en las propias condiciones de veracidad o falsedad que dimanan de las noticias que recibimos. Este hecho no solo se debe a un interés por manipular la opinión pública, sino que, además, puede haber intereses económicos detrás como, verbigracia, obtener cierto rendimiento económico a partir del tráfico que generan estas páginas web. Las llamadas fake news surgen a partir de esta imbricación entre interés económico y manipulación informativa. Como asegura James Ball, «there are numerous motivations for making fake news, and profit is the leading one» (2017, p. 291). Según el Oxford Dictionary, las fake news son definidas como ‘false reports of events, written and read on websites’. Por consiguiente, estas «falsas noticias» serían el último eslabón de una propaganda adaptada a las nuevas tecnologías, y la posverdad —entendida, sobre todo, como la indiferencia a la verdad o falsedad de los hechos— el producto resultante de la divulgación propagandística de un contenido ajeno a la realidad.

No obstante, también es preciso mencionar que la propaganda y la posverdad únicamente tendrían puntos en común en lo que concierne a la forma y el propósito —i. e., la forma en que se propaga la información y el objetivo de influir en la sociedad—; en lo que atañe al contenido, la posverdad se sitúa en el mismo plano que los conceptos de verdad y mentira. La propia morfología del término, calco de la voz inglesa post-truth, remite de manera forzosa a la noción de verdad; dicho concepto, al menos en determinados contextos, se opone a la mentira, con la que también queda irremediablemente relacionado. Ahora bien, lo que diferencia a la posverdad del planteamiento dicotómico de la verdad o la mentira es la indiferencia a la constatación de los hechos en aras de manipular la opinión pública. Harry Frankfurt ha convenido en llamar charlatanería o paparrucha —traducciones posibles de bullshit— a este fenómeno:

Uno que mienta y otro que diga la verdad juegan, por así decir, en bandos opuestos del mismo juego. Cada uno responde a los hechos tal como los entiende, aunque la respuesta del uno se guía por la autoridad de la verdad, mientras que la respuesta del otro desafía dicha autoridad y rehúsa poner coto a sus exigencias. El charlatán ignora por completo esas exigencias. No rechaza la autoridad de la verdad, como hace el embustero, ni se opone a ella. No le presta ninguna atención en absoluto. Por ello la charlatanería es peor enemigo de la verdad que la mentira (Frankfurt, 2006, p. 74).

A partir de lo expuesto hasta este punto, lo que confiere a la posverdad un grado diferente al de la mentira es la falta de interés por la búsqueda de evidencias que respalden aquello que se afirma. Los discursos falaces de ciertos líderes políticos manifiestan, precisamente, la intención de manipular el pensamiento de sus interlocutores. Es decir, los límites de lo que se entiende por bullshit son mucho más amplios que los de la mentira, que están siempre delimitados por entender qué es lo verdadero para saber a qué punto concreto hay que guiar al receptor de dicha mentira. La charlatanería parte con la ventaja de no contar con la verdad como guía, de tal forma que los enunciados no han de estar condicionados por esta. Así las cosas, conviene matizar las intenciones que subyacen de la mentira y la charlatanería, pues son muy distintas: el propósito del mentiroso es engañar al receptor teniendo la verdad como horizonte. O dicho de otro modo: quien miente busca situarse por encima de su interlocutor, puesto que, como asegura Carmen González (2001), «la mentira es un juego en el que alguien gana y alguien pierde, porque la fuerza del mentiroso radica justamente en convertir un juego igualitario en un juego de poder (p. 93). Por su parte, el charlatán no tiene como propósito alejar al receptor de una percepción correcta de la realidad. Lo único que oculta el charlatán al proferir enunciados es, como asegura H. Frankfurt, «que los valores veritativos de sus enunciados no tienen prácticamente interés para él» (ibid., pp. 67-68).

De este desinterés por las condiciones de verdad de los estados de cosas surgen lo que se conocen como hechos alternativosalternative facts, en inglés—, un concepto que acuñó Kellyanne Conway, consejera de Donald Trump, tras la toma de posesión del presidente de los Estados Unidos en la Casa Blanca. Previamente, el secretario de prensa, Sean Spicer, había mentido acerca del número de asistentes a la investidura Donald Trump, puesto que el número era notablemente inferior a la del anterior presidente, Barack Obama. Su justificación fue, según David Smith (2017), la siguiente: «I think sometimes we can disagree with the facts». Es decir, estos hechos alternativos no son más que una realidad paralela surgida a partir de pruebas fehacientes de un fenómeno acaecido en la realidad. Acerca de la proliferación de los hechos alternativos, Arturo Pinedo e Iván Pino (2017) aseguran lo siguiente:

El entorno mediático, político, educativo y social en general ha aportado el imprescindible abono para su irrupción como fenómeno. La degradación progresiva de los argumentos ha abierto las puertas a la frivolidad, inconsistencia y ausencia de rigor […]. La consecuencia es el creciente escepticismo de sus lectores, oyentes o espectadores, quienes, ante la inanidad de sus referentes, optan por la comodidad de validar solo aquellas noticias que se ajustan a sus creencias o deseos (p. 53).

Así pues, conviene conferirles cierta importancia a quienes asumen por ciertos tales hechos alternativos. Como explica James Ball (2017, p. 45), tras la mencionada ceremonia de investidura de Donald Trump se realizaron encuestas a los allí presentes y se les mostraban dos fotografías de la Explanada Nacional en las investiduras de 2009 y 2017, respectivamente. En la primera imagen se podía observar, de forma evidente, un mayor número de personas, mientras que en la segunda —la  correspondiente a la investidura de Trump— el número de asistentes, a juzgar por las imágenes, era menor. Pues bien, aun así, un 15 % de los votantes de Trump aseguró que la multitud más pequeña era más numerosa (sic) que la correspondiente a la fotografía de la ceremonia de Obama. Así lo expresaron Brian Schaffner y Samantha Luks en The Washington Post (2017): «Some Trump supporters in our sample decided to use this question to express their support for Trump rather than to answer the survey question factually». De nuevo se puede advertir la indiferencia a la verdad; en este caso, por otorgarle más importancia a las emociones —mostrar el apoyo a Trump— que a los hechos en sí.

Si la perspectiva se sitúa desde el lado del receptor, resulta evidente que existe cooperación con el emisor en tanto en cuanto ayuda a que tales informaciones adquieran un carácter verosímil e, incluso, a que sean sustitutas de la realidad. La cuestión que concierne al papel del receptor o enunciatario no resulta anodina; al contrario de lo que pueda parecer, los intercambios comunicativos sobre los que se ciernen las cuestiones relativas a la posverdad confieren gran importancia al interlocutor. Sobre todo porque aquello que se enuncia en un contexto como el político puede originar que la realidad se erija como un espacio epistémico cuyo acceso se puede negar fácilmente al ciudadano. Como se ha visto líneas atrás, tanto con la mentira como con la charlatanería la realidad queda sepultada y en un segundo plano. A. Koyré (1997) señala que, en lo relacionado con los contextos políticos, conviene «disimular lo que se es, y, para poder hacerlo, simular lo que no se es» (p. 508). Si se tiene en cuenta que, como señala Carmen González (2001, p. 47), simular es fingir y disimular es ocultar la realidad, pronto puede advertirse la importancia de conocer la intención de quien simula y disimula. Sobre todo, en relación con el destinatario —llámese, v. gr., audiencia, público o seguidores—, quien es objeto de engaño o manipulación. Por consiguiente, cabría plantearse si la verdad en política, como asegura Koyré (1997), es siempre oculta y si los profanos y comunes tienen formas de acceder a ella (p. 508). En una era en la que prevalecen la inmediatez y la rápida difusión de contenidos en las redes, es conveniente preguntarse si todo ello no responde, en último término, a intereses puramente económicos. Se ha mencionado líneas atrás que en lo que denominamos posverdad subyacen, principalmente, dos ideas: la manipulación y el lucro. Esta última, además, es la que parece tener un mayor peso a la hora de entender fenómenos como el de las fake news. El lucro procedente de estas noticias estriba en una audiencia fértil que acepta los bulos sin tan siquiera contrastarlos. Es decir, los ciudadanos, con respecto a estas prácticas, no solo están favoreciendo el lucro de determinados medios de comunicación, sino que están debilitando, inconscientemente, la base epistémica de la democracia. En definitiva, es pertinente preguntarse hasta qué punto esta actitud de los ciudadanos está fomentando, velis nolis, que prevalezca el clickbait frente a la información contrastada, o las emociones frente a la elaboración de juicios basados en el rigor y la evidencia. Quizá la posverdad tenga su origen en la imbricación entre información y poder, pero parece erigirse sobre la base de un escepticismo y desafecto exacerbados por parte de los ciudadanos.

Referencias bibliográficas:

Arendt, H. (1998). La crisis de la república. Madrid: Taurus.

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